miércoles, 22 de septiembre de 2010

La partida de mi hija

Ahh estos días, estos días tan difíciles del comienzo de la primavera. Todo setiembre y los primeros días de octubre me resultan fríos, hasta el nombre de ambos meses que antes trasuntaban nuevos soles, flores y trinos, hoy sólo me producen tristeza. Octubre lo comparo siempre con el poema de Alfonsina Storni, justamente porque ella murió en octubre y muestra a ese mes como símbolo de la muerte. Para mí también lo es. Octubre, el mes más hermoso del año, es desde hace dieciseis años para mí símbolo de dolor, de ausencia eterna, de locura, de partida, de lo impensable, de lo inadmisible, de lo que creía imposible, es el mes de la partida de mi hija mayor, con sólo diecieseis años. Una maldita leucemia me la llevó para siempre y ya van a hacer el 3 de octubre también dieciseis años de ello. Mi hija tendría ahora treinta y dos.


Y me duele más aún este año, porque yo sé que a partir del día siguiente, el 4 de octubre ya comenzarán a correr las agujas de un nuevo reloj, el que marcará las horas, los días, los meses y quizás los años que pase más tiempo sin tenerla conmigo que teniéndola.


Ya sé que son disquisiciones que no me hacen bien, que ahondan la herida, que renuevan el dolor, pero no puedo dejar de pensarlo, no puedo dejar de imaginar todo lo que podríamos haber hecho juntas y ella con su vida en todo este tiempo pasado sin su presencia en este mundo y los días que vendrán. Los estudios que no pudo terminar, el amor que no se concretó, los hijos que jamás llegarán, en fin, todo eso que los padres soñamos desde que nacen... la vida de nuestros hijos.


Porque nosotros, los padres imaginamos la vida entera de nuestros hijos y programamos un futuro donde disfrutemos de sus triunfos y ayudemos en sus fracasos, donde estemos con ellos cada vez que nos necesiten, un futuro donde los nietos crezcan a nuestra vista y donde llegado el día sean sus rostros los últimos que veamos y sus manos las últimas que apretemos. Nunca jamás imaginamos enterrar a un hijo, es el acto más aberrante que pueda imaginarse vivir, uno ve esa caja lustrosa bajar lentamente hacia el fondo de la tierra y sabe que allí dentro va el cuerpo de nuestra hija, yerto, frío, sin vida pero cuerpo todavía que nosotras dimos a la luz del mundo, el cuerpito que abrigamos y alimentamos, que cuidamos con esmero y dedicación, ahora se está yendo definitivamente hacia el fondo de la tierra y una quiere solamente irse con ella, no se desea ni se piensa en otra cosa que hundirse en ese espacio terroso con ella y terminar allí abrazada a su cajón, yo quise hacerlo, me detuvieron, por supuesto que no iba a poder, porque hay que seguir y nadie permite el suicidio si lo tiene enfrente aunque sea para irse con la hija muerta, menos aún si otra de nada más que ocho añitos está a nuestro lado sin saber bien qué pasa, porque es muy chiquita para conocer lo que es un velatorio, un entierro, la muerte misma, aunque sea de la hermanita que amaba. Luego es el tiempo que muestra las marcas, las heridas, en todos, pero sobre todo en nosotros los padres y me atrevo a decir, más específicamente en las madres, porque nacimos para ser dadoras de vida, ese es nuestro destino si lo queremos aceptar y yo lo quise y mucho, y no para ver la agonía, muerte, velatorio y entierro de la hija que gestamos y parimos con infinito e inconmensurable amor.


Desde ese preciso momento pasamos a ser mujeres mutiladas, porque la muerte de un hijo, para mí, es una mutilación, es un pedazo de mi misma que me cortaron, que me extrajeron, que me cortaron y me dejaron así, a medio respirar, a medio vivir, a medio morir.