sábado, 5 de marzo de 2011

OLGA OROZCO - Esa es tu penay otros poemas



Esa es tu pena...



Esa es tu pena.

Tiene la forma de un cristal de nieve que no podría existir si no existieras

y el perfume del viento que acarició el plumaje de los amaneceres que no vuelven.

Colócala a la altura de tus ojos

y mira cómo irradia con un fulgor azul de fondo de leyenda,

o rojizo, como vitral de insomnio ensangrentado por el adiós de los amantes,

o dorado, semejante a un letárgico brebaje que sorbieron los ángeles.

Si observas al trasluz verás pasar el mundo rodando en una lágrima.

Al respirar exhala la preciosa nostalgia que te envuelve,

un vaho entretejido de perdón y lamentos que te convierte en reina del reverso del cielo.

Cuando la soplas crece como si devorara la íntima sustancia de una llama

y se retrae como ciertas flores si la roza cualquier sombra extranjera.

No la dejes caer ni la sometas al hambre y al veneno;

sólo conseguirías la multiplicación, un erial, la bastarda maleza en vez de olvido.

Porque tu pena es única, indeleble y tiñe de imposible cuanto miras.

No hallarás otra igual, aunque te internes bajo un sol cruel entre columnas rotas,

aunque te asuma el mármol a las puertas de un nuevo paraíso prometido.

No permitas entonces que a solas la disuelva la costumbre, no la gastes con nadie.

Apriétala contra tu corazón igual que a una reliquia salvada del naufragio:

sepúltala en tu pecho hasta el final, hasta la empuñadura.
 
............


El adiós



La sentencia era como esos calcos en que el relieve del amor

deja un vacío semejante a sus culpas.

Me arrojaron al mundo en mi ataúd de hielo.

Una tierra sin nombre todavía corrió sobre este rostro

con que habito en la desconocida:

era la tierra del castigo.

Era la hora en que comienzo a despertar entre los muertos

con la evidencia de un anillo roto,

un vestido de momia desprendido de las vendas del cielo

y un espejo de sal donde puede leerse mi destino.

El porvenir no es nada más que mirar hacia atrás.



Debajo de esas nubes desgarradas

hay una casa en llamas

en donde los amantes trasmutaban en oro de eternidad el resplandor de un día,

o tomaban las apariencias de ladrones de pájaros

aprisionando entre los hilos del ocio las metamorfosis de sus propias imágenes.

Hay una luz dorada que hiere hasta las lágrimas;

hay un lecho también

como una barca invadida por el follaje del deseo

-unas hojas carnosas que exhalan el perfume de los más largos viajes-.



Y había siempre y nunca

como ahora vueltos de pronto boca abajo.

Corazón repudiado,

animal aterido en uno de los dos costados de tu sangre,

ignorabas entonces que tendrías la forma de un retablo de la creación hecho pedazos,

que alguna vez la noche del adiós te nombraría en voz muy baja

como nombra la soledad a sus testigos,

o como llaman aquellos que se van a los que nunca vuelven.



Ahora, de espaldas contra el muro que custodia el guardián de todo nacimiento,

sólo te quedan las apariciones,

el fantasma de un tiempo que gritará contigo en el estanque muerto de algún sueño,

cuando él duerme, tan lejos en su adiós.

Un soborno de plumas para una ley de fuego.


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El retoque final



Es este aquel que amabas.

A este rostro falaz que burla su modelo en la leyenda,

a estos ojos innobles que miden la ventaja de haber volcado a ciegas tu destino,

a estas manos mezquinas que apuestan a pura tierra su ganancia,

consagraste los años del pesar y de la espera.

Ésta es la imagen real que provocó los bellos espejismos de la ausencia:

corredores sedosos encandilados por la repetición del eco,

por las sucesivas efigies del error;

desvanes hasta el cielo, subsuelos hacia el recuperado paraíso,

cuartos a la deriva, cuartos como de plumas y diamante

en los que te probabas cada noche los soles y las lluvias de tu siempre jamás,

mientras él sonreía, extrañamente inmóvil, absorto en el abrazo de la perduración.

Él estaba en lo alto de cualquier escalera,

él salía por todas las ventanas para el vuelo nupcial,

él te llamaba por tu verdadero nombre.

Construcciones en vilo,

sostenidas apenas por el temblor de un beso en la memoria,

por esas vibraciones con que vuelve un adiós;

cárceles de la dicha, cárceles insensatas que el mismo Piranesi envidiaría.

Basta un soplo de arena, un encuentro de lazos desatados,

una palabra fría como la lija y la sospecha,

y esa urdimbre de lámpara y vapor se desmorona con un crujido de alas,

se disuelve como templo de miel, como pirámide de nieve.

Dulzuras para moscas, ruinas para el enjambre de la profanación.

Querrías incendiar los fantasiosos depósitos de ayer,

romper las maquinarias con que fraguó el recuerdo las trampas para hoy,

el inútil y pérfido disfraz para mañana.

O querrías más bien no haber mirado nunca el alevoso rostro,

no haber visto jamás al que no fue.

Porque sabes que al final de los últimos fulgores, de las últimas nieblas,

habrá de desplegarse, voraz como una plaga, otra vez todavía,

la inevitable cinta de toda tu existencia.

Él pasará otra vez en esa ráfaga de veloces visiones, de días migratorios;

él, con su rostro de antaño, con tu historia inconclusa,

con el amor saqueado bajo la insoportable piel de la mentira, bajo esta quemadura.

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